Razones de los sentidos

Corina Matamoros Tuma*

Yoan Capote comienza a trabajar a fines de los noventa y sus obras comparten ciertas cualidades comunes a algunos creadores ya establecidos en esos años y a otros que la crítica actual está llamando “generación 00”[1]. Me refiero a que esgrime un tranquilo desentendimiento sobre los asuntos de la identidad y la pertenencia, las que han sido, sin lugar a dudas, notablemente importantes para la cultura insular. Ni siquiera se ha tomado el trabajo de reaccionar dramáticamente hacia la identidad; ha preferido mirarla de soslayo, curioso y condescendiente.

La llave con que abre las puertas y pretende seducir al mundo es la del sensualismo. Escultor de inmenso instinto sensorial, sus obras no solo pueden verse, sino tocarse, oírse, degustarse y hasta olerse. A veces nos relacionamos con ellas directamente, mediante un solo sentido, y otras muchas por mecanismos de sinestesia. Pero en la mayoría de los casos las obras están diseñadas para excitar varios sentidos a la vez. En sus exposiciones son hechos cotidianos unas palabras que exigen ser escuchadas, la forma misteriosa de una superficie que se ofrece al tacto, un aroma particular que despierta imperiosamente nuestro olfato, o un surtidor de vino que se concede al paladar. Atrapados en mecanismos vitales, quedamos a merced de sus sibaríticas intenciones.

Y a pesar de la recurrencia y profundidad con que esta característica se despliega en sus trabajos, por mucho que nos tiente, por mucho que parezca que todo se resuelve allí en el sensorio perceptible, en la satisfacción de los deseos; por más que nos muestre toda la inventiva y el esplendor de su métier y nos seduzca con sus habilidades, este escultor halla su verdadero sustento en el análisis de los estados emocionales del hombre. Siempre deja claro que no reduce la interpretación del mundo a lo que nos informan los sentidos. Muy por el contrario, el artista se ocupa de relacionar meticulosamente muchas sensaciones con estados sicológicos específicos, confiriéndoles a estos una dimensión simbólica concreta. Sus esculturas hablan de la obsesión, el miedo, la violencia, la paranoia, la incomunicación, el deseo, el amor, las ansias de poder, la neurosis.

En otras ocasiones, nos remite directamente a conceptos que son suministrados, principalmente, por los títulos con que designa sus piezas. Así, Stress, es el fuste de una pilastra exenta hecha de concreto donde el bruxismo es escogido como encarnación máxima de las tensiones humanas. Lo hace subrayando el acto de apretar mandíbula contra mandíbula, diente contra diente, tal y como hacemos los mortales durante el sueño en ciertas noches de agonía. Entre las secciones de cada uno de los cinco tramos de concreto que, con su peso, simulan los rigores de la vida, están engastadas cuatro líneas horizontales de dentaduras humanas fundidas en bronce —copias de las verdaderas que el artista recopilara en una clínica dental. En esta columna de base cuadrada, sobria, casi minimal, resultado de un bruxismo poco menos que colectivo, se condensa una eficiente imagen de sobrecarga extrema, de límite de lo soportable, de equilibrio a punto de ceder. Hay una peculiar manera de ofrecer tanto la noción misma de stress como sus manifestaciones concretas en una única pieza. La fusión de esos dos planos, sensorial y conceptual, asegura la fuerza de la escultura.

El momento más importante en sus obras es aquel en que Capote proyecta en un objeto un estado mental; la hora de encarnar una pasión, de traducir al plano de lo concreto-sensible una estación de la psiquis. En ese momento se pone al descubierto toda la ingeniosidad de su simbolización, la inteligencia para hallar la clave del concepto, así como la tremenda humorada que su visión sostiene.

Porque, a pesar de incursionar en la psiquis —ámbito tradicional de la pintura de introspección o, en otra vertiente, espacio asumido por los surrealistas en la exploración del subconsciente—, no hay excesos de dramatismo en su Locura, ni en su Stress, ni en su Paranoia. Las pasiones no le provocan martirios ni romanticismos. Más bien le suscitan una mirada de emociones contenidas que se combinan con una operatoria analítica, casi perpleja, como de alguien que disecciona un asunto y puede encontrarlo incluso ocurrente.

Junto a estas esculturas, pegado a ellas, está el cuerpo. O partes, huellas y emanaciones del cuerpo. O el resultado de sus acciones: un cerebro en Mente abierta; una cabeza en Locura; mujeres arrodilladas en Parque prohibido; genitales en Racional; narices en El beso; hormonas y neurotransmisores en Feromonas, Endorfinas, y en Dopamina.

El cuerpo como espejo de la cultura con sus respuestas biológicas, sicológicas y sociales. El cuerpo con sus experiencias físicas y éticas. El cuerpo humano como cuerpo social. El cuerpo humano con su prolongación en los objetos, en su historia. Y en esto Capote es un seguro artista de hoy: no le teme a la tradición. Ha superado el desdén moderno por la acumulación de la herencia cultural, también se encuentra más allá del popular citacionismo postmoderno.

A veces la historia salta durante el proceso de investigación en su arte. Mientras trabajaba la pieza El beso, compuesta por un conjunto de narices fundidas en bronce de las que emanan fragancias específicas, era consciente de que Rodin estaba inspirando toda la empresa con su famosa escultura homónima, poderosa apelación a la pasión desde la piedra. La instalación de Capote sería una especie de homenaje al gran clásico de la escultura. Sin embargo, deambulando por las salas de arte colonial del Museo Nacional de Bellas Artes, en La Habana, Capote repara en un interesante cuadro de Víctor Patricio Landaluze[2] fechado hacia el último cuarto del siglo XIX. En una pequeña pintura, un esclavo doméstico negro se inclina, plumero en mano y en la soledad de la habitación de los amos, para besar la cabeza esculpida de una dama blanca. Este episodio, común en el costumbrismo del pintor vasco y derivado de sus convicciones esclavistas, hace reflexionar a Capote sobre las connotaciones sociales y raciales del acto de besar. Lo que al principio era una mirada hacia el impresionismo de Rodin se amplía con nuevos puntos de vista procedentes de la tradición pictórica cubana y, particularmente, con un análisis de posibles implicaciones sociales, raciales, antropométricas, fisiológicas y culturales del beso.

Capote se lanza entonces a una carrera de razonamientos y experiencias que densifican su proyecto original. Estudia, por ejemplo, la anatomía de negros, asiáticos, nativos americanos, caucásicos, etcétera, para obtener un repertorio de narices que se va expandiendo hacia toda raza. Se asombra, asimismo, al acercarse a los experimentos nazis, en su demente búsqueda a todo trance de patrones antropométricos que sustentaran la existencia de seres superiores.

Estas observaciones lo hicieron reconducir su idea hacia la fundición de narices de disímiles tipologías humanas. Quería que públicos también diversos se acercaran y olieran las fragancias escondidas en ocultas esponjas, y ensayaran un beso sinestésico acercándose a la nariz que les pareciera más apetecible o a la promiscuidad de todos los besos prometidos por el conjunto. Ensayar un beso burlando, por una vez, nuestros prejuicios raciales, nuestras fobias, nuestras inhibiciones sexuales, nuestros desdenes sociales. Un beso de curiosidad en la algarabía de una galería de arte: un beso público delante del público; un beso-performance con el accionar de todos.

En otras obras se advierte un proceso similar de intervención de la historia del arte. Y es que, mientras perfila una pieza, Capote busca retrospectivamente cuáles pueden ser los puntos de contactos con ciertas poéticas antecesoras. De esta manera, el artista se encarga de crear una filiación histórica y conceptual dentro de la cual puedan interpretarse debidamente sus obras. Esta intención se suma sutilmente a los propios enunciados de las piezas, las cuales pueden crear, de este modo, relaciones con esculturas tan notables como las de Brancusi, Louise Bourgeois, o los cubanos Teodoro Ramos Blanco, Kcho, o el propio Landaluze.

Existen incluso asociaciones en las que el artista no ha reparado conscientemente. Parece obvio, por ejemplo, que desde Osneldo García no había surgido en la Isla un escultor tan apegado al trabajo de los metales, tan imbuido de sensualismo y tan ingenioso en la construcción de sus aparatos como Capote. Osneldo, la figura más importante de la escultura erótica en nuestro medio, parece revivir en piezas como Traganíquel o Feromona, donde un mismo sentido del humor conecta a ambos creadores.

Hay otro ejemplo notable de esto en una de las producciones recientes del artista: la serie Isla, de 2007. Surgida como especie de continuación de la serie American Appeal, en la comenzó el trabajo con anzuelos de pesca, Capote ha proyectado este conjunto de pinturas-esculturas como una serie de paisajes marinos prácticamente idénticos.

A la distancia son solo marinas, tranquilas, convencionales, de seguros horizontes. Marinas que se filtran entre el amor por la pintura que siente este escultor. Marinas comme il faut, evidement. Marinas de la tradición. Marinas como tributo (inadvertido) a Leopoldo Romañach.[3]  

En el conjunto todos los cuadros mantienen la línea del horizonte a la misma altura, dimensiones similares y técnicas idénticas de óleo sobre madera. La forma ideal de disfrutar de estas piezas sería desplegarlas por todo el perímetro de una galería en cuyo centro se ubicase un telescopio. La pieza está hecha para sentir la seducción del mar. Desde lejos se observan las superficies apaisadas de cielo y mar divididas por el horizonte. Nada más aparece en estos cuadros: ni barco, ni hombre, ni bandera. De cerca, los cielos son pinceladas poderosas, empastadas, yuxtapuestas, mezcladoras de luces, sabias en sus texturas; de cerca los cielos son alucinantes. De lejos el mar es oscuro, acerado, de olas pequeñas. Pero de cerca el mar es un tenebroso mundo de anzuelos. Ellos han traído la ilusión de la sal y, al mirarlos detenidamente, han empezado a desatar sus historias particulares de agonías, migraciones e impedimentos. Estamos sitiados por el mar y los anzuelos están ensangrentados. El cielo pastoso, contumaz y denso, se cierne sobre nuestras cabezas como colofón de soledad. La pieza está hecha para sentir la seducción del mar y sus veleidades.

Entre el arte público, el performance y la intervención del espectador se debaten la mayoría de las obras de Yoan Capote. Hay un manifiesto interés por reconstruir colectivamente la experiencia privada del artista, de salir del cerco individual y sentir con los otros.

Seducido él mismo por la riqueza de la escultura, devorador hedonista de materiales clásicos, admirador y estudioso de la pintura tradicional, constructor de probada ingeniosidad, Capote está obligado a actuar en la inteligencia del contexto artístico cubano, pero no puede explayarse en un nuevo romanticismo o en clasicismos insostenibles y practicar ese arte de la tradición que tanto admira. Tiene que demostrar que domina esa tradición, que puede con ella, que logra colocarla subliminalmente en sus piezas o convertirla en reservorio de ligerísimas insolencias. Capote tiene, además, que contar con el espectador haciendo su experiencia hacia afuera. El artista confía mucho en su fuerza para dirigirse a todos, en mostrarles su Mente abierta, donde prometemos racionalmente no dejarnos seducir por las trampas que nos tiendan los sentidos.

* Corina Matamoros Tuma es curadora del Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba

 


[1] Término utilizado por la crítico Yuneikys Villalonga.
[2] Caricaturista y pintor nacido en Bilbao en 1830 y radicado en La Habana desde 1850 aproximadamente. Se dedicó a la pintura de tipos y costumbres y fue un activo caricaturista en periódicos satíricos de la época. El Museo Nacional de Bellas Artes conserva una importante colección de su producción artística.
[3] Leopoldo Romañach, pintor cubano que viviera entre 1862 y 1951. Profesor por muchos años de la cátedra de color en la Academia de San Alejandro, Romañach cultivó con éxito el retrato y las marinas y se destacó igualmente como el gran formador de la generación de artistas modernos, aparecidos hacia la segunda década del siglo XX.

The Kiss, 1999 / Bronze with different patina, perfumes essences, and sponge / 7.5 x 4 x 4.5 cm. each one
The Kiss
1999
Bronze with different patina, perfume essences, and sponge
7.5 x 4 x 4.5 cm. each one